Vivir por la venta
Wendy lleva un ajustado pantalón de mezclilla azul, una desgastada playera negra y tenis de tela sin calcetines. La joven madre de 25 años de edad se encuentra por segunda ocasión en la estación de policía ubicada frente a la cerca metálica que divide a México de Estados Unidos.
Con la mirada en un punto lejano, mientras espera que la policía municipal haga el papeleo para llevarla a la unidad especializada contra narcomenudeo, solo piensa en sus gemelas de dos años.
Igual que a Federico, la arrestaron en la zona norte, el conflictivo distrito donde hubo 137 homicidios en los tres años analizados para esta investigación, según los registros de la fiscalía.
Wendy no niega que vende drogas. “Soy tiradora”, responde cuando le preguntamos por qué está detenida. Su historia la narra en palabras cortas y concisas: lleva un año vendiendo “cristal” y hace seis meses libró la cárcel por ese delito. Aunque al inicio asegura que no consume metanfetamina, su dentadura la contradice y termina por reconocer su adicción.
“Lo hago por necesidad, no por gusto. Si fuera mi gusto no estaría aquí […] tengo dos niñas y las tengo que sacar adelante. Al papá ya lo mataron”, dice luego de pedir que no se use su verdadero nombre.

Estar detenida es algo normal para ella. Su verdadera preocupación es que dejó a sus hijas encargadas mientras salía “a trabajar”.
Un dije de la Santa Muerte cuelga de su cuello. Le tiene fe porque la convirtió en la única sobreviviente de una explosión en un laboratorio de metanfetamina. Esa creencia parece ayudarle a enfrentar su situación con una extraña tranquilidad, a pesar de estar en un negocio que sabe peligroso.
“Sí da miedo. Tengo compañeros que los han matado”, narra. Pero los riesgos no vienen solo de las bandas criminales, también tienen que cuidarse de las autoridades. “Te detienen cada vez que te ven. ‘Te tumban’ (roban) dinero, ‘te tumban’ todo. ¡Todo!”, exclama la joven resignada a su futuro inmediato. Asegura tener pruebas de esos abusos.

“Tengo dos costillas rotas por las vaquitas”. Se refiere a una división especial de la policía municipal cuyo uniforme camuflado les ha ganado ese apodo.
“Me voy a ‘la pinta’ (penitenciaria), no sé. Nomás con que mis hijas estén bien”, es lo último que dice Wendy antes de que los policías terminen el papeleo. Su destino final es incierto, pero las estadísticas muestran que es más probable que solo pise la sala de audiencia y vuelva a la calle, antes que quedarse en prisión o en un centro para tratar su adicción como ordena la legislación.
“Ninguno de los delitos que están previstos en la Ley general de salud de narcomenudeo son de prisión preventiva oficiosa. Ninguno solo”, justifica el fiscal Jorge Álvarez.
Entre todos los cambios que tiene el sistema de justicia penal hay que agregar las modificaciones legislativas para combatir el tráfico de estupefacientes y distinguirlo del consumo como tema de salud pública.
Esto ha llevado a otro problema en Tijuana: Los detenidos con algún tipo de droga ni siquiera tienen que alegar que es para su consumo y no para venta, aunque porten una cantidad excedente.
La fiscalía tiene la carga de la prueba, y el imputado con solo quedarse callado puede conseguir que su defensa lo libere. Para llegar a este acuerdo una de las condiciones que debe aceptar incluye recibir atención médica para combatir su adicción, pero frecuentemente esto tampoco ocurre.
Este sistema no parece dar resultados positivos. De 815 imputados por delitos contra la salud enviados a la Unidad de vigilancia y seguimiento de beneficios penitenciarios en Tijuana, 460 no cumplieron con sus obligaciones, según los datos entregados por la extinta Secretaría de Seguridad Pública Estatal (SSPE).
